Los dioses dejaron el valle cubierto de cadáveres con la orden de no tocarlos jamás, como ejemplo de castigo a la humanidad rebelde. Aquel valle quedó abandonado por siglos y todo el que se acercaba sufría de indecibles tormentos en pesadillas sin final.
Después de mucho, mucho tiempo, creció un bosque de arboleda fuerte y extensa, que se iba tragando sin piedad toda la zona, conquistando las montañas y colinas de alrededor, pueblos y castillos. Un bosque salvaje en donde nadie se atrevía a entrar. Huían los cuerdos, los santos hombres que fueron a parar su avance con cánticos y oraciones a los dioses; huían aterrados los guerreros arrancándose las armaduras y los cabellos; huían despavoridos los leñadores y los caballeros con sus ejércitos de máquinas. La desesperación llevó a hacer rituales de crueldad, enviando a jóvenes y virginales doncellas que desaparecían dentro, como tragadas por el mar. Surtió efecto el sortilegio y el bosque detuvo su avance, quedando apaciguado durante otros tantos siglos, pero nadie se atrevía a entrar. No eran tocadas sus ramas, ni su frondosa vegetación dejaba otear una luz de verdad a los magos y sabios que querían saber de aquella anómala curiosidad. El mundo había cambiado. La mente y la razón imperaban con tozuda temeridad. Uno de los sabios, tenía una hija muy joven, hermosa e inteligente y, conocedor de la leyenda, la envió al bosque deseando escarbar en sus secretos.
La joven entró a tientas en la oscuridad apartando ramas y temblando de miedo. Mientras tanto, el bosque se le iba abriendo con cuidado, mientras las ramas se movían pendiente de sus pasos titubeantes. Poco a poco, la fueron guiando hasta un claro de una hermosura de color desbordante, en donde niñas de su edad gozaban hermosas como hadas de ligeros pies y risas como en algarabía de duendes. Allí la joven se sintió dichosa y comenzó a tratar con ellas, olvidándose durante un tiempo de su misión, pero recordó con dolor a su querido padre y su decidido ofrecimiento a ayudarlo en su ansiado conocimiento. Preguntó a sus amigas las doncellas, pero apenas recordaban su hogar o como llegaron. La hija del sabio se volvió triste, deseando volver a ver a su padre. Entonces las ramas, mecidas por el viento, la llevaron hasta lo más profundo del valle, en dónde los arboles más viejos dominaban el arte del recuerdo. Allí preguntó a los frondosos y enormes robles, pinos y cedros. Pasó mucho, mucho tiempo hablando con ellos hasta lograr convencerlos y estos quedaron prendados y convencidos de las palabras sensatas y poco comunes de la doncella, accediendo a sus deseos de poder enseñar la verdad a su padre, un hombre tan sabio y digno de todo aquel conocimiento. Sin embargo, le pidieron un pago a cambio, accediendo la muchacha sin dudarlo un instante. El bosque le advirtió que no podía quedarse ya fuera de sus dominios o su cuerpo moriría a la luz del sol de los hombres. Después, decidieron entregarle las partes más instructivas de aquella historia tan celada y escondida, que nadie recordaba, excepto los que dejaron allí sus cuerpos y sus almas abriéndose en los caminos de otra clase de vida, entregando sus recuerdos a la sabia de lo distinto.
Mientras tanto, el sabio esperaba y esperaba, lamentando su atrevimiento y la perdida de su hija, a la que tanto amaba. Pasaron los días, los meses y los años, hasta que un día la vio salir tan hermosa y joven como la había enviado. A su espalda cargaba un haz de troncos limpiamente cortados. La joven ya no tenía voz, pero recordaba la escritura y entregó los leños a su padre junto a una nota, volviendo después al bosque en total silencio. En ésta se leía:
«Les entregué mi vida y mi lengua para que pudieras contar su historia. Escucha al fuego y sabrás porqué los dioses nos aman y nos odian.»
Cuentan que el sabio se volvió loco, no dejando entrar a nadie en su casa. Pocos días después, la casa ardió hasta los cimientos, muriendo dentro. Solo una joven lloraba al borde del bosque con un haz de leña a la espalda, mientras el susurro de las hojas la consolaba:
«Te advertimos doncella, hija del sabio, que los dioses nunca perdonan a quienes osan descubrir sus almas. Esa fue nuestra perdición mientras fuimos hombres.»
M.R.C. 29/04/2020
Foto: obra de James Jean.